“Un profeta”, de Jacques Audiard, tiene algo diabólico y lleno de vida. Desde el primer minuto, con el cacheo al protagonista cuando entra en prisión, nos sentimos transportados a la cabeza de Malik: asustados, sin conocer los códigos del lugar, vulnerables, desesperados por sobrevivir. Esta es la baza principal de la cinta que en 2009 ganó el premio del jurado de Cannes: la enorme capacidad de empatía que desprende el protagonista, logro tanto del actor Tahar Rahim, como de sus guionistas y realizador.
Lo terrible es que esta “compasión” (esta “pasión compartida” con la que nos metemos en la piel del personaje) la utiliza el director para encerrarnos en el infierno de la “Prisión Central” de París. Sin querer desvelar el guión, lo primero que se le exige a Malik es matar a alguien para salvar su vida (un dilema de la tragedia clásica). A partir de ahí, el “proceso de crecimiento personal” lo llevará (nos llevará) a ser más culto, más inteligente y más fuerte. Ni siquiera las acciones más censurables (pocas pero contundentes) nos apartan del joven de origen árabe en el que nos hemos convertido mientras las luces de la sala permanecen apagadas.
Toda película puede tener aspectos discutibles, cuestiones que podrían mejorarse. Pero cuando una cinta nos arrastra y nos hace olvidarnos de todo durante sus 150 minutos de metraje, sentimos que se trata de una obra maestra en su modalidad. Con “Un profeta” se sufre, se aprende, e incluso nos podemos reír en una escena como la del scanner del aeropuerto. El argumento plantea de forma natural cuestiones clave como el relevo generacional o las difíciles fronteras entre el bien y el mal.
Los elementos ausentes contribuyen a redondear la historia: no sabremos nunca porqué cumple condena Malik (se supone que por algo no demasiado grave); no sabremos mucho de su vida (solo que no tiene a nadie); las “fuerzas del orden” no aparecen en ningún momento; los islamistas tienen un papel importante, pero no se entra de lleno en su ideología. Las interpretaciones son eficaces y convincentes (especialmente la del personaje antagonista, el corso Cesar Luciani). Incluso el uso de ciertos elementos sobrenaturales (subrayados lo justo) acaba de cerrar la trama. Un guión complejo y poderoso, que se puede ver como una metáfora del capitalismo salvaje o como la crónica de un ritual de iniciación. “Un profeta”, como muchas grandes obras, plantea más preguntas que respuestas.
Quizá no era necesario hacer una crítica de una obra que durante meses ha sido la más valorada por la prensa especializada. En cualquier caso, sirve para recordar que la muestra de cine francés 2010 apunta a lo más alto y que el público sigue llenando día tras día la sala grande del Albéniz. Planteo una duda: con películas de similar calidad a las traídas por la Alianza, las sesiones regulares de este cine recuperado han estado a menudo casi vacías ¿Por qué el público malagueño se moviliza tanto para los festivales? ¿Se trata solo del tirón de la Alianza Francesa? ¿De una cuestión de promoción? ¿Habría que encadenar un mini-festival detrás de otro?
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